“Primero fue un grito, como si hubieran pisado a alguien.
Mezcla de dolor, sofoco y carcajada. Luego un murmullo suavísimo, como el
zumbido de una abeja que muere; y finalmente, un escándalo en palabras que
llenaba el aire del lugar”.
Marcelo Birmajer, El hombre de la
llave
Tomó
el frasco de la estantería y lo arrojó contra el mostrador. Encendió el mechero
y colocó el tubo sobre él, inundándolo todo con un olor insoportable. Miró por
la ventana entreabierta y ahogó un primer alarido. Luego, golpes en la puerta y
atropellados empujones en el patio trasero. Aurora temía que el almacén se
incendiase, así que llamó a los otros para que la ayudaran a contenerlo y a
sacarlo del lugar.
Carlitos
permanecía sentado a la sombra de una planta de kinotos, esperando que alguien
lo encontrara. Y así lo hicieron: lo cargaron en andas y se lo llevaron para el
destacamento de policía.
El
comisario Roldán, jefe de la comisaría zonal, trató de dialogar con Carlitos,
pero éste se negaba a explicar lo sucedido, más que por desconfianza, por
ignorancia de los motivos que lo condujeron a hacerlo. Roldán, que no se andaba
con vueltas, dijo que lo encerraran en una celda hasta “que le volviera la
memoria”. Y así se hizo.
El
almacén había sufrido algunos daños, pero nada era irreparable y Aurora encaró
para la seccional, para intervenir en la detención. Al llegar, le explicó al
comisario que todo debía haber sido una confusión, que seguramente el detenido
había equivocado los frascos y así habían sobrevenido las complicaciones
posteriores.
Roldán
la escuchó con respeto, pero lentamente le explicó que Carlitos había cometido
un delito y debía “escarmentar un tiempo en la cárcel”. El policía no
entendió; Aurora, tampoco
Carlitos
era bajo, de contextura mediana, labios chiquitos y nariz ancha. Cuando tenía
23 años se había recibido de farmacéutico en la Universidad de La Plata y había intentado
varias veces abrir su propia farmacia. Aurora lo quería, como se quiere a un
primo lejano al que hace mucho tiempo que no se ve. Los dos pasaban los
cincuenta y se tenían “el uno al otro”.
Ella,
con la cabeza gacha, sintiendo el viento que corría desde el pasillo exterior,
no hablaba, su terquedad era bien conocida en el pueblo. Recordaba cuando
decidió conformar esa sociedad con Carlitos, la atracción que él ejercía sobre
ella y su modo de quererlo. Roldán la interrumpió diciéndole que debía
retirarse, que ya era tarde y debían cerrar la oficina; se ofreció a acercarla
hasta su casa. Aurora se dejó llevar…
Dentro
de la celda hacía mucho calor y con la euforia del día vivido, a Carlitos le
costaba descansar. Intentó diferentes posiciones sobre el catre, pero ninguna
lo aquietaba. Silbó una canción de cuna, pero fue reprendido por el oficial de
turno porque no lo dejaba dormir con tanta bulla. Decidió, entonces, acostarse
en el suelo. Un escozor helado le recorrió la columna y un pálido placer
apareció en sus mejillas. Sentía su corazón. Sus manos abrazaban el mosaico
verde y amarillo del piso. Algo lo reconfortaba y sonriendo a la noche, cerró
los ojos y descansó.
Por la mañana lo fueron a
buscar, Roldán consideró que, dadas las características del presidiario, una
noche de escarmiento era más que suficiente. Primero fue un alarido poderoso,
como esos que sólo es capaz de imponer la autoridad. Luego un chillido de bicho
aplastado. Cuando se asomaron a la celda lo notaron dormido, con el rostro en
posición de algún tipo de agradecimiento religioso. El comisario lo empujó con
el pie izquierdo para tratar de despertarlo y mando al cabo Álvarez a buscar al
médico para que viera que le ocurría al preso, si no es que ya estaba muerto.
Una vez sólo en el calabozo, comenzó a maldecir a la madre de Carlitos, a la
tía y a toda la familia. “¿Qué hago ahora con este fiambre?”, pensó entre medio
de puteadas. Allí se le ocurrió la idea de puentear al médico y dirigirse
directamente al Dr. Pérez, que le debía un par de favores pasados. Se agachó
para verificar que el preso realmente no respiraba. No le dio el tiempo para
más.
Álvarez regresó recién a
la media hora con el médico, ya que le había costado mucho trabajo localizarlo
por las urgencias del momento. Se asomó
al lugar para explicarle el motivo de su tardanza. Aurora, gracias a la bondad
de sus vecinas, que siempre la tenían al tanto de lo importante, acababa de dar
un portazo en el frente y caminaba desquiciada hacia el lugar. Un grito la detuvo
en la mitad del pasillo.
En los diarios no salió
toda la verdad, sólo unas pocas líneas que repetían el parte de prensa: “Adulto
de mediana edad y con antecedentes de desequilibrios nerviosos, con arma blanca,
provoca heridas cortantes en el cuerpo de otro adulto, miembro de la fuerza policial”.
Después, ella quedó sola,
auque aún espera, que Carlitos vuelva.
LIGEIA 2007