Tenía
la sensación de ser extraña a sí misma, de haber querido estar justo allí,
diciendo lo que estaba diciendo sin más lágrimas en los ojos. Su voz había sido
mutilada por el desconcierto. Aferraba a sus hijas por los brazos y corría,
corría sin tiempo, con un cuerpo atravesado por otras huídas a las que aún no
se acostumbraba.
“Puede
retirarse de mi casa, por favor”, había dicho… y la violencia y el gesto del
otro la habían condenado.
“Mi
casa”, pensó entre miedos y llantos reprimidos. El viejo loco, desalineado,
furibundo, enclenque y desparejo había invadido “su lugar”; el otro, el
descarriado, el visco (como lo llamaban), el deformado, se había dejado llevar
por el viejo, que con un hilo de saliva en la boca y los ojos brillosos por el
alcohol, murmuraba conjuros al viento.
Sabían
de eso, sabían de su voz, sabían que no era tan fácil hacerla callar, ni con
gritos ni con golpes…. Sin embargo, ella calló. Se levantó del suelo como pudo,
abrazó a sus hijas y se fue.
Había
buscado muchas maneras de hacer justicia, o de ayudar a ella, y esperó.
Un
mediodía de verano, entre el calor de las moscas, un extraño olor a caña
sacudió su corazón. Le dolía, más que dolerle le molestaba y no entendía.
Afuera se escuchó el ruido de una sirena.
De
lo otro se enteró días después, por su vecina: “Viste, a Don … el nieto le pegó
un escopetazo en la cabeza y se entregó”. Sintió arderle el cuerpo de
satisfacción. Se asustó.
-A
las armas las carga el diablo- comento M.
No
oyó nada más. Su voz de mujer la había traspasado y, sólo Dios, había sabido
escucharla.
LIGEIA 2006
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