Cuando era
niña sentía una especial inclinación hacia el suelo: me desplazaba cual reptil
entre los muebles de la casa. Algunas veces, llenaba mi cuerpo de colores y los
imprimía en las baldosas del patio; así surgió Joaquín, que en principio era
sólo una pelota despareja dibujada al costado de la galería.
Las siestas
eran importantes en mi pueblo y me producían una especie de afixia diaria y
repetida, era como si buscaran aprisionar mi imaginación en un trozo de tiempo,
dentro de una caja llena de alambres. Atrapada, escapaba a través de los huecos
y reponía la luz que el sueño se empecinaba en quitarme. Y Joaquín fue cobrando
vida, mi cuerpo buscaba un compañero de juegos, así que amasó polvos de
distintos colores y lo delineó contra el suelo. Lo último que le colgué,
recuerdo, fue un globo ruidoso, que hacía juego con mi corazón.
Pasó
tiempo, y esta muchacha de ahora continúa aborreciendo las siestas, y sigue
acumulando imágenes a las cuales atarse para sentirse libre: un día, un espejo;
otro, una sombra sobre la puerta que conduce al corredor. Mirarme pero
desdibujada, desconocida ante mí y ante los otros.
Joaquín
desapareció rápidamente, Casilda se ocupó de borrarlo de un baldazo, pero
también borró mi cuerpo, intenso en sensaciones de colores que se derramaban
sobre el suelo. El primer amor y el
último, el sortilegio de una tierra que abraza y, mis manos que se siguen
hundiendo en ella, buscando las respuestas que el dueño de la siesta me quitó.
Ligeia 2012