Ema
espió por detrás del cortinado las coreografías que las bailarinas más jóvenes
realizaban sobre el escenario. Sentía determinado orgullo hacia aquellas
muchachas pueblerinas que venían a exhibir sus cuerpos en la Gran Ciudad. Ella también lo
había hecho en algún momento; ahora la artritis dolía y le pesaba en los
párpados.
Pero
esa noche era su homenaje, así que se había colocado los guantes negros
aquellos, que habían sido regalo de algún amante, y el vestido de gaza verde
que tan bien caía sobre su aún marcada cintura.
Una
expresión de anhelo y de tristeza se entremezclaban en el fondo de sus ojos,
aunque también sostenían una vigilia plena sobre sus breves cejas. Lo recordó
al borde del llanto, vio su melena profunda y su traje de etiqueta ubicado en la
primera fila. Vio también aquel baile y la mirada que se le impregnaría en la
piel.
Javier,
así se llamaba, le había llevado flores a la salida del espectáculo. Ella,
atrapada por la fascinación, lo había seguido atada a su mano toda la noche. Él
le susurró palabras que olían a perfume (después ese perfume penetraría su
joven e inexperimentado cuerpo). ¿Cuánto duró? Lo había olvidado; quizás seis o
siete funciones.
Aspiró
con intensidad los aplausos que la recibían y buscó, entre los hombres presentes,
aquel al que había amado. Salió del escenario con una lágrima pausada, ahogada
en la ausencia, desbarrancada sobre su propio sueño.
Ligeia 2012
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