lunes, 25 de junio de 2012

EMA



            Ema espió por detrás del cortinado las coreografías que las bailarinas más jóvenes realizaban sobre el escenario. Sentía determinado orgullo hacia aquellas muchachas pueblerinas que venían a exhibir sus cuerpos en la Gran Ciudad. Ella también lo había hecho en algún momento; ahora la artritis dolía y le pesaba en los párpados.
            Pero esa noche era su homenaje, así que se había colocado los guantes negros aquellos, que habían sido regalo de algún amante, y el vestido de gaza verde que tan bien caía sobre su aún marcada cintura.
            Una expresión de anhelo y de tristeza se entremezclaban en el fondo de sus ojos, aunque también sostenían una vigilia plena sobre sus breves cejas. Lo recordó al borde del llanto, vio su melena profunda y su traje de etiqueta ubicado en la primera fila. Vio también aquel baile y la mirada que se le impregnaría en la piel.
            Javier, así se llamaba, le había llevado flores a la salida del espectáculo. Ella, atrapada por la fascinación, lo había seguido atada a su mano toda la noche. Él le susurró palabras que olían a perfume (después ese perfume penetraría su joven e inexperimentado cuerpo). ¿Cuánto duró? Lo había olvidado; quizás seis o siete funciones.
            Aspiró con intensidad los aplausos que la recibían y buscó, entre los hombres presentes, aquel al que había amado. Salió del escenario con una lágrima pausada, ahogada en la ausencia, desbarrancada sobre su propio sueño.
Ligeia 2012

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