-Vengo
a buscar esos panes de centeno que yo comí en mi niñez- le dije al hombre de
anteojos, de grandes orejas y nariz en pico.
Yo seguía de mi lado del
mostrador. “Quiero los mismos”, lo increpé angustiado, sin saber bien donde
colocar mis ganas de recordar.
El
panadero tomó sus canastos y se metió dentro de la cuadra. Cuando volvió, tenía
sus dedos llenos de migajas de panes viejos, que me ofreció sin mediar palabra.
Sujeté
uno de ellos hasta que se perdió en la aspereza de mi boca dormida.
Me
fui de allí. La sirena del pueblo sonaba, como todos los martes, a las seis de
la tarde, hora en que el tren de carga arribaba al andén principal. Me escondí,
como cuando niño le robaba frutas a Doña Teresa, la del boliche de enfrente. La
locomotora arrancaba con paso retraído. Y el polvo…
El
calor, mi traje en aquella peña del club. “Un día memorable”, había dicho el
Beto mientras se rascaba la barriga. Yo ahí: chiquito, ridículo, estirado por
la sombra de las luces y del cielorraso.
Improvisé
una canción vieja, la busqué en mi memoria, hurgué en aquel espacio que se me
escapaba, que se deshacía: polvo, sólo olía el polvo del camino.
LIGEIA 2006
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