martes, 31 de julio de 2012

EXTRAÑO



Las zapatillas colgaban del tendedero desde hacía días. Elena las observaba por la ventana de la cocina mientras hervía agua para el mediodía. Los floreros habían sido colocados antes de que ella llegara. Tomó una de las sillas y comenzó a pintarla con desinterés –le disgustaba tener que colocar el nombre de cada invitado nuevo diariamente-. La olla comenzó a borbotear con la fruta adentro, despidiendo una ráfaga dulzona. Los vidrios se empañaron, pero las zapatillas aún se distinguían. Pasó el pincel detalladamente y vio como cedía a las imperfecciones de la madera, como el líquido se derramaba en la grieta de un nombre anterior. Cuando hubo terminado, selló con barniz la silla y apagó la hornalla. Sus uñas, con restos de pintura, deberían ser cortadas. Colocó la fruta dentro del jarrón principal. Miró, antes de irse, por última vez las zapatillas que mañanas serían otras, igual de anónimas.

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ABISMO



Dejó la cartera en el suelo y cayó sobre la silla. Miró sus uñas sin atreverse a confesarlo. Él abrió las ventanas y una ráfaga de miedo la cegó. Su grieta era lejana pero ella la había actualizado, convirtiéndola en un presente sinuoso. La fruta había sido devorada en el lugar equivocado y su nombre ya no le pertenecía.

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PERDER



Una silla te comió la luz
Y un nombre te lamió las uñas
¿Cómo alcanzo la fruta originaria?
¿Cómo sano la grieta permitida?
Trazos y ráfagas.

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MICROHISTORIA II



Un hombre triste resolvió su tristeza. Una mujer decepcionada recogió su decepción. Un hombre triste mutiló su tristeza y ahogó la decepción.

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MICROHISTORIA I



Una joven mujer, ambiciosa y perversa, enamoró a un noble hombre. Éste, sólo pudo ver una parte de ella. La otra parte apareció después e hirió su hombría. Entonces, él las mató a las dos.

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CLARA



Él sólo la había visto un par de veces en la estación de ferrocarril. Su cabello oscuro y la profundidad de sus ojos negros lo habían invadido. Intentó ayudarla a cargar sus bolsos, pero ella, con un gesto desdeñoso, evitó su contacto.
Subieron al tren y luego de recorrer algunos kilómetros se atrevió a preguntarle su nombre, y su voz sonó lejana como el viento. Clara –dijo- y su tez morena lo abarcó todo hasta hacerle bajar la mirada. Y usted – oyó que le decían. “Juan”, repitió como un niño al que descubren haciendo una travesura. Luego, desconociendo el comienzo, su conversación se extendió en un dulce movimiento.
Ella bajó dos estaciones antes que él, y anotó sobre la valija cubierta de polvo dónde podía encontrarla.
Juan miró y miró, y siguió mirando hasta ese domingo –dos semanas después del encuentro- que decidió ir a visitarla. Sin saber cómo, escribió en un papel palabras sueltas con olor a amor. Después, tomó un sobre, lo guardó en un bolsillo, caminó por el andén, abordó el tren. Y se sentó con un nombre y un cuerpo en su mirada.

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OLVIDO


El libro en la misma página marcada. Mis manos sosteniéndolo y mis dedos acalambrados por la espera y el deseo de llegar a ella. Una nota al margen: “ver lo que existe”. ¿Qué habré querido decir aquel día que leí el libro por primera vez? Sensación extraña: yo, sentada en una silla releyendo un libro que nunca pude terminar, mareada por oraciones inconclusas y letras que se deshacen. Parece la historia de alguien que fue y no volvió. Pero, sin embargo, vuelvo, lo tomo entre mis manos y leo. Finalmente, lo abandono una vez más. Pienso: “la que dice las palabras difícilmente pueda oírlas”.

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CLARICE LISPECTOR