La siesta había durado más. El aroma del calor soltaba al
día de a poco, que parecía no dispuesto a ceder. Sentía las rodillas húmedas y
en sus axilas oleadas profundas. Debía darse un baño, lo necesitaba urgente. Su
piel, tibia y rolliza, no se aflojó ante los excesivos goterones que brotaban
del duchador. Cerró las canillas y se secó rápido. Así, con una toalla que
apenas lograba ocultar sus extremidades, sus volúmenes lograron atravesar el
living comedor sin ser vistos a través de las ventanas que daban a la calle.
En su
habitación, encendió el ventilador de techo y buscó precipitadamente alguna
tela que la salvara de aquel clima. Todo le parecía demasiado para cubrirse.
Decidió no vestirse por el momento y volvió a colocarse la toalla, ahora sobre
los rastros de su cintura. Allí, el espejo le habló sobre la forma de sus
senos, los brazos se extendieron en toda su plenitud -hacía mucho que no se
atrevía a descubrir su cuerpo de ese modo-. Recuerdos de partos y amores, su
mirada reclamaba mucho más.
Sintió su
desnudez en cada sitio recorrido. El color de su cuello, de su abdomen, de sus
glúteos, no habían cambiado desde la última mirada. Un verse entera, hoy, un
día de verano como entonces… Sin
duda su ombligo había crecido de tamaño, junto con unas pantorrillas maduras y
poco estilizadas. Se gustó, se sintió un viejo árbol capaz de dar abrigo (ella,
que tenía tanto calor…). Le gustó su pelo enredado y sin peinar, las manchas
que el tiempo había dejado en su rostro. Le gustaron sus rodillas, sus pies.
El calor ya
no era, podía elegir quedarse así, llena de viento y espuma. Y así lo hizo,
luego de hacer un bollo con la toalla y dejarla abandonada en el fondo del río.
LIGEIA2011
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