Urgido por la fatalidad de hacer algo, de
poblar de algún modo el tiempo, quise recordar, en mi sombra, todo lo que
sabía.
Sintió que algo en ese pozo lo reclamaba. Buscó a
tientas la soga y trepó el húmedo fondo de su soledad. El tacto se le hizo piel
y pudo distinguir cada raíz cortada, cada tiniebla, cada fisura en el fondo de
aquel sótano de tierra. Entrecerró los ojos e imaginó cómo había sido aquel
lugar antes de la hendidura, de las posteriores excavaciones, de la celosa
protección de su familia. Pero no pudo sentir nada, solo una saliva espesa y
seca que daba vueltas alrededor de su lengua y caía por su garganta. Su mano
derecha seguía sosteniendo la soga con fuerza, aunque fuera inútil, aunque ya
no fuera necesario dejarse tentar por aquel abismo. En la izquierda sostenía un
puñado de polvo que recogió en la caída, polvo que le empañó la vista y le hizo
dudar sobre el sentido de aquella promesa.
Sus pies comenzaron a
humedecerse con el barro que acumulaba el fondo y también sintieron nuevamente
las raíces que rompían los espacios planos, que los deshacían como nervios
saltarines y difusos en el interior de su cuerpo. Experimentó una satisfacción
inusual y sus ojos iluminaron cada uno de los rincones que la forma le negaba.
Recordó la palabra y la mezcló con conversaciones antiguas para que no fuera
descubierta. Oyó el rugido del animal y olvidó cómo llamarlo, sólo alcanzó a
divisar sus garras que pugnaban por escapar de la grieta. “La escritura de
Dios”- pensó, pero la imposibilidad lo tenía atrapado sin lenguaje. Asomó su
ojo izquierdo y lo vió: indescriptible e indescifrable como aquella criatura
mítica que sus antepasados silenciaran. Volvió a acercarse y el sonido hueco lo
hirió hasta que sus oídos comenzaron a sangrar. Sintió pena: pena por el
silencio, por la traición y el desarraigo; pena por sus hijos y sus nietos;
pena por él. Intentó atravesar la grieta con su cuerpo, pero éste resultaba
enorme en comparación con la inquieta hendidura. Le dolió cuando el tigre hirió
su pierna, pero decidió olvidar su dolor. ¿Para qué sirve el pasado? – se
preguntó, e inmediatamente supo que ese sitio era su recuerdo, su ser, su
linaje. De un modo u otro siempre había sabido de su existencia, a pesar de las
conversaciones en voz baja entre su madre y su abuela, a pesar de la ceguera
del viento en las noches calurosas, a pesar del pozo mismo. Esa criatura le
pertenecía, era su herencia, le irradiaba vida e incertidumbre –y, hasta
quizás, muerte- sólo debía hallar la manera de tocar la grieta.
LIGEIA 2012