En
el asiento trasero colocó los papeles. Llevó consigo el bolso de mano y los
anteojos para leer. Dobló una pierna sobre la otra, se colocó los lentes y se
internó en el diario del día. Antes de comenzar el viaje, el conductor del
micro le pidió que despejara la parte de atrás ya que debía estar libre para un
posible pasajero. Lo que más la enojó fue el tono con el que remarcó la palabra
“posible” y, después, la mirada celadora que la seguía desde el espejo
retrovisor. Pensó en discutir las posibilidades de ese “posible”, a esa hora y
en ese pueblo, pero prefirió recoger los papeles y colocarlos en el asiento del
acompañante. El colectivo comenzó su marcha tibiamente, meciéndola sobre aquella
estepa solitaria, al tiempo que su cabeza se perdía entre las hojas del
periódico.
Una
voz indebida la despertó con un “permiso” inesperado. Miró a su alrededor y
observó que el resto de los asientos estaban vacíos. Se acomodó los anteojos y sondeó
a esa mujer que le exigía un lugar a su lado. “Permiso”, vociferó nuevamente. Como
no comprendiendo, tomó los planos, los sostuvo como pudo con una sola mano,
mientras se ponía de pie para dejar paso a su futura compañera de viaje. Ella,
de unos 60 años, morocha y retacona, la miró azorada y le explicó que ese lugar
le pertenecía, que así lo indicaba su boleto, que qué barbaridad la juventud de
ahora, etc, etc. Así descubrió que debía conformarse con el lado de la
ventanilla. Siempre había sentido cierto horror por viajar de ese lado, pensaba
que ante alguna catástrofe sería más difícil levantarse y escapar por la
puerta. Pero trató de olvidarse del asunto y aceptó lo ocurrido cubierta de
papeles, sobre el asiento de un ómnibus, a las tres de la madrugada.
El sueño la halló nuevamente, hasta que el
peso de una cabeza cayendo sobre su cuerpo fue tornándose en algo demasiado
real. Abrió los ojos y buscó con violencia bajar el apoya brazos que augurara
una distancia tangible entre ambas. Tras varios esfuerzos, luego de haber
empujado a esa masa corpórea que la amenazaba hacia el otro costado, logró
bajarlo y recobrar cierta armonía. Sin embargo, su espacio también se había
reducido, así que debió achicarse hasta convertirse en algo diminuto amarrado a
un par de papeles y esforzó sus manos para achicarlos a ellos también. Intentó
volver a dormirse.
Finalmente
quedó sola. Y ya liberada, buscó moverse hacia el otro asiento, pero no pudo,
experimentó una secreta debilidad en sus músculos. Entonces, se resignó a
quedarse en su lugar, dinamitada por lo ocurrido. Otra vez, el cansancio y el
sueño reaparecieron.
La
voz del colectivero la despertó indicándole su destino, pero inútilmente trató
de incorporarse: su piel no le pertenecía, sus ojos apenas distinguían la
claridad, sus rasgos habían sido borrados por la textura del tapizado, súbitamente
apretado contra la espalda de un nuevo pasajero, con otros papeles, al lado de
una ventanilla, en una madrugada de verano.
LIGEIA 2012
Muy parecido a lo que me ha sucedido varias veces cuando viajo en aviones . Tienes mucho humor y me disfrute tu cuento
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