Los huesos
firmes, las manchas de la vejez y el desquicio de los silencios.
Su hijo. El
mayor. “El varoncito”, había dicho la vecina de Azucena mientras le apretaba un
cachete. “Los ojos del padre”, murmuraban todos…
Solo ella se
había atrevido a mirarlos aquella vez, aquel día en el que sintió que su vida
se había derramado sobre las sábanas sucias. Silencios, olvidos. Algo
quedaba…algo se estremecía por persistir, por interrumpirse…”Ya no”, le había
suplicado al Clemente buscando la palabra que lo hiciera ser el “otro”, el que
ella amaba; pero el Clemente era duro… para colmo con esos ojos.
El rastrillo
se volvía tibio entre los matorrales de la chacra. El hijo varón sostenía la
pala con ahínco, la mirada estancada en la gorra de su padre; el fondo del
pozo.
El muro lo
construyeron después, y después también
lo taparon con telas, con fibras, con tiempo…
“La loca del
muro”, la llamaban algunos. “La sin ojos”, otros. Azucena los oía, bien que los
oía, sosteniendo sus manos, con la mirada envuelta de cielo.
LIGEIA2010